De las casualidades que Dios vuelve causalidades

La cuarentena llegó. Y las preguntas también.

Mucho de cómos y de por qués. Mucho de qué iba a hacer ahora y, sobre todo, cómo poder ser útil a las personas que conozco en medio de este encierro.

Una mañana, en mi respectiva sesión terapéutica de ver el paisaje para no enloquecer, mi mamá interrumpió todo el silencio con gritos juguetones (y no de “anda a fregar los platos”), tratando de encontrarme.

Ella, en su sesión terapéutica de limpiar toda la casa para no enloquecer, encontró una cajita de tarjetas que había comprado hace algún tiempo.

—Ale, cierra los ojos y agarra una. Que sea sorpresa. Esa es tu promesa de Dios para ti, hoy.

Muy pocas veces mi mamá quiere hacer estas dinámicas y su ánimo era contagioso. Inmediatamente, sentí el peso de la expectativa y tomé esta tarjeta. Mientras mis ojos estaban cerrados me imaginé palabras melosas de lo lejos que Dios me llevaría, de cuánto usaría mi vida, de que me estaba cuidando o de que me iba a prosperar.

 Pero justo fue lo contrario. Y fue mejor.

Fue el recordatorio de que no se trata, ni un poquito, de lo que Dios pueda darme. Porque él ya lo dio todo.  Es la confirmación y la urgencia en el corazón de hacer lo que él me ha encomendado, es la certeza de que nos ha dado una gran responsabilidad y de que la relevación de su salvación, siempre, siempre, siempre trae como respuesta una vida que puede decir, firmemente: “Heme aquí, sin importar el costo, envíame a mí”.

-Alexmar Uzcátegui

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